2009, un equipo de arqueólogos de la Universidad Autónoma de Barcelona trabajaba en un yacimiento de La Bastida (Totana, Murcia) perteneciente a El Argar, una sociedad prehistórica, urbana y estatal, que se desarrolló en el sureste de la península. Vivieron en el periodo calcolítico, poseían clases y desigualdades y solían hacer enterramientos dobles en vasijas, normalmente formados por un hombre y una mujer de edades similares, o mujeres con niños. Pero lo que acababan de encontrar era diferente. Habían desenterrado «la evidencia más antigua de una pareja de mariquitas en la Península Ibérica y en Europa, con una antigüedad de aproximadamente cuatro mil años».
Lo cuenta Mikel Herrán, doctor en Arqueología y divulgador de historia en redes sociales a través de su perfil en X (antiguo Twitter), donde se hace conocer como @Putomikel. Herrán acaba de publicar Sodomitas, vagas y maleantes. Historia de la España desviada de Atapuerca a Chueca (Editorial Planeta), ensayo en el que escarba en la historia de nuestro país en busca de los restos ignorados durante décadas: los que muestran la vida de los disidentes sexuales, de quienes no encajaban en el binarismo y se salían de la norma, de las capas sociales apartadas de los libros.
El historiador señala que conceptos como LGBTIQ+, woke o agenda son «etiquetas modernas, porque el cómo ordenamos la sexualidad es un concepto que siempre está cambiando. Pero que nuestra concepción sea moderna, no quiere decir que lo que engloba sea nuevo».
La obra de @Putomikel arranca con un capítulo dedicado a «encajar con clase en la Edad Moderna», donde se detalla los pormenores de esos dos hombres adultos encontrados en enterramiento número 18 de La Bastida (BA-18). «Conocemos bastante bien los rituales funerarios en la cultura argárica, por lo que podemos ver tanto las normas y las regularidades como las transgresiones, las tumbas que se salen de patrón», detalla el historiador a Crónica.
A ambos los enterraron con los ajuares típicos de individuos masculinos de clase intermedia en El Argar. Nacieron hombres y «se los leía como hombres de cierta clase». El primero tenía entre 22 y 27 años con un hacha en su espalda. El otro, entre 20 y 25, con una daga en el costado. En las tumbas argáricas se representaban alianzas o uniones sin relación genética, lo que descarta que fueran hermanos o primos. La combinación hombre-hombre no era la única transgresión de la tumba. Los dos fueron enterrados en un intervalo corto de tiempo, y uno de ellos fue colocado sobre su costado derecho, posición normalmente reservada a las mujeres. «Se miraban cara a cara, íntimamente entrelazados para el resto de la eternidad», destaca Herrán. «Parece que, en la primera sociedad estatal de la Península Ibérica, la más antigua que se conoce hasta ahora en Europa occidental, ya había maricones (o el término que usasen por aquel entonces, vete a saber). Qué cosas tiene la arqueología», ironiza.
TÉRMINOS MATIZADOS
La matización sobre el término tiene su base. «Debemos tener mucho cuidado, porque hay veces que hablamos de “homosexualidad” en la Antigua Grecia o en Roma. El sexo entre hombres, estaba bien visto en ciertos aspectos, pero en el sentido de que era una relación en la que se perpetuaba la jerarquía social», destaca. Un ciudadano romano se podía acostar con su esclavo y daba igual que fuera esclavo o esclava. Lo importante era que el ciudadano estuviera por encima y estuviese perpetuando esa jerarquía.
«No podemos hablar de una relación homosexual. Porque en las relaciones entre iguales, entre dos ciudadanos romanos, por ejemplo, se condenaba. Si la jerarquía no estaba clara, la norma lo señalaba como desviado y disidente y lo condenaba moralmente a la infamia, que no significaba sólo que hablaran mal de ti: suponía la pérdida de derechos», dice.
Herrán asegura que es en la Edad Moderna cuando se empieza a encontrar una persecución más clara «de los desviados». «En la Antigüedad y en la Edad Media encontramos soen bre todo poemas satíricos y de burla. Luego ya encontramos estas disidencias presentes en juicio y sentencias», detalla. Pero entre líneas se puede ver que los sentenciados confesaban que antes de ser pillados habían vivido su vida, con parejas de su mismo sexo y demás. «Podemos reconstruir sus vidas anteriores y vemos que existían estos espacios, que había celebración y disfrute. Eran espacios marginales que se convertían en sus subculturas de propio derecho, donde se juntaban personas que estaban igualmente perseguidas y se travestían, tenían encuentros sexuales, hacían obras teatro…».
También se palpa, dice el autor, que «nunca ha sido lo mismo ser maricón con pasta que sin ella. Y eso lo hemos visto a lo largo de la historia. Si te acercas a los condenados por sodomía de la Inquisición, compruebas que la gente de clase alta o los nobles se libraban también de las condenas, mientras que los que eran condenados eran con frecuencia artesanos, labriegos, extranjeros…».
Entre los que desafiaban las normas del deseo, el género y el sexo, burlaron las normas y tejieron redes y espacios propios, Herrán presenta la vida de una destacada persona intersex patria, Estebanía. A lo largo de la Edad Media y hasta entrado el siglo XVIII, «médicos, sacerdotes y anatomistas consideraban que el desarrollo de un cuerpo u otro dependía de ciertos factores físicos y ambientales en el momento de la concepción». El modelo de «sexo único» se basaba en que «mujeres y hombre tenían los mismos genitales, aunque invertidos». La teoría de Hipócrates decía que el feto era la mezcla de semen masculino (caliente y seco) y femenino (húmedo y frío) en el interior de la madre, formado por siete cavidades. Según el semen que prevaleciera o donde diera la mezcla saldría niño o niña o hermafrodita.
Hipócrates estaba equivocado, pero hasta el siglo XVIII la corriente mayoritaria reconocía la existencia de cuerpos «intermedios: hermafroditas, machos menstruales, viragos o mujeres hombrunas, hombres mariosos, capaces de parir y hombres lactantes». Los nacimientos ambiguos eran considerados a veces un milagro y otras un mal augurio. Herrán destaca el caso de Estebanía de Valdaracete, pueblo madrileño en el que nació en 1496, tal y como recogen las Relaciones topográficas de Felipe II (un cuestionario elaborado en cada pueblo de España desde 1575 en el que se pretendía recopilar todos los recursos del reino). Cada localidad
destacaba sus «cosas notables y dignas de saberse» y en Valdaracete resaltaron la «maravilla» de Estebanía.
«Con 20 años Estebanía destacaba por su fuerza y agilidad, y por hacer actividades “varoniles”. Esta mujer viajó por Castilla, donde sus capacidades, unidas a un físico femenino, la hicieron conocida», detalla Herrán. Hasta principios de la Edad Moderna, el examen en los casos de ambigüedad genital sólo lo hacían mujeres con conocimientos médicos y anatómicos. Una vez hecho, si se seguía sin poder establecer un sexo, tenía lugar la ceremonia de la electio, que permitía escoger el sexo, «básicamente, se elegía el hábito que se llevaría y con el que se movería el resto de su vida». Ese hábito determinaría su estado, qué posiciones podía ocupar o con quién intimar.
A ello se tuvo que enfrentar Estebanía cuando uno de sus viajes le llevó a Granada, cuya Chancillería, importante órgano judicial castellano, desconfió de que una mujer hiciera «cosas tan heroicas». Tras examinarla y determinar que tenía dos sexos, tuvo el privilegio de elegir. Y se decantó por su lado varonil. Estebanía pasó a ser Esteban. «Presentaba una genitalidad tan ambigua que no hubo un médico que le dijera lo que tenía que hacer, si vivir como hombre o mujer. Él mismo eligió ser hombre. Había en otros casos que sí, que se imponía en personas intersex si ser hombre o mujer, y la categoría definiría lo que tú podías o no podías hacer según tu cuerpo».
Como Esteban, contrajo matrimonio con una mujer, abrió una escuela de esgrima y dejó su nombre marcado en la historia cuando retó a duelo a los oficiales más «diestros y valientes» de Carlos V. Los derrotó a todos. Esteban-estebanía acabó viviendo una vida tan larga como permitía la época, y se cuenta que cuando murió, su madre lloró la muerte de una hija, mientras que su esposa lloró la muerte de un marido.
“Se miraban cara a cara, íntimamente entrelazados para el resto de la humanidad”. Ambos eran veinteañeros y uno tenía un hacha y el otro una daga